Círculo vicioso.
Círculo vicioso.
Cuento de Navidad
Ramón Melquíades realizaba las labores de cierre de todos los días, persiana a la mitad y cierre de caja; nada era cómo antes, recordaba a su madre haciendo lo mismo cada tarde a las ocho en punto y a su padre antes de ella.
Ultramarinos Melquíades, pasó a ser Viuda de Melquíades una tarde fría de otoño, mientras la lluvia intentaba, sin éxito, ocupar un lugar en las estanterías junto a las latas de conserva.
Después fue él quien se hizo cargo del negocio, y Desavíos Melquíades pasó a engrosar el número de pequeñas tiendas del centro de Viana del Sauguillo, entre Almajano y Narros, en la esquina de la calle Canalejas con Bolsa, cerca del cine Vistarama y justo antes de partir para Francia a terminar sus estudios de artes gráficas.
Las oportunidades vienen y van, y aquella oportunidad de salir de la esquina que lo vio crecer, también tuvo a bien irse; una aventura truncada por un deber inexcusable con la tradición.
Las personas antes de morir se suelen arrepentir de las mismas cosas, pero hay una en particular, hay una muy especial que tiene que ver con el miedo al cambio, con ese “atreverse a…” que suele ser sublimado por el “que dirán si…” y que al final derrota al hombre con las formas más variadas de aburrimiento.
No se habla nunca del que se mantiene en su sitio, del que reside en la zona de confort, muy al contrario, y Melquíades sabe que algún amigo escribió un libro, una amiga se dedicó a navegar por el mundo, que otro vigila las entradas del polígono mientras aprende chino mandarín, del ciclista que decidió montar una tienda y ahora toca el saxofón, otro conoce gente de aquí y de allá con su taxi enriqueciendo su bagaje personal con su particular sentido del humor, a uno de ellos le dio por cuidar de todos y vestirse de verde, a otra por enseñarnos a que la enseñanza puede ser difícil pero no imposible, otro que hace “pelis” con una particular visión de una realidad alejada de los superhéroes convencionales, de otro que cambió la política y la lucha obrera por cultivar lechugas en un pueblo perdido que no era ni el suyo, de una chica estupenda a la que no le importaba nada más que aprender a ser feliz junto a sus dos perros y las lechugas de su marido, subida a un tractor, y de otra cuya victoria sobre la vida es pasear todos los días por las calles que la vieron crecer libre y liberada, feliz y empoderada, que otro sigue con su puesto de patatas fritas en la Plaza de San Francisco y que se hace llamar SS Papas y que todos ellos son presos de sus libertades.
Para Melquíades, dejar sus estudios en la facultad de Derecho, no le supuso un gran cambio, no le gustaba, le aburría extremadamente, y el hecho de terminar una carrera para llevar una tienda de ultramarinos, no le seducía, pero aún le seducía menos, formarse para ser parte del ejército de funcionarios de la Junta, cuya única motivación era cobrar a fin de mes.
El aliciente en un trabajo como ese, era escaquearse desde las primeras horas de la mañana, a medio día buscar excusas para escapar, y al final de la jornada intentar salir una hora antes, y poco a poco arañar minutos hasta llegar a la hora y media, siempre cubierto por algún compañero al que le debería un favor.
Otro aliciente de aquella anodina forma de vida, trabajar lo menos posible, despistar al supervisor, que a su vez estaba escaqueado despistando al jefa de negociado, que a su vez ese día se habría escaqueado porque tenía al niño malito, y claro, la conciliación familiar, y un niño que siempre estaba malito, sin olvidar a los que “mataban” de enfermedades irreparables a familiares de primer y segundo grado para tener unos días más de “despiste”, o los que pedían esos días de mudanza, tan necesarios para los que les gustaba llevarse la casa a cuestas todos los años, y cómo no, reclamar como plañidera la productividad en Navidad a golpe de convenio colectivo.
A Ramón Melquíades, no le seducía la idea de pertenecer a ese ejército de hormiguitas trasmutadas a cigarras, adheridas a una producción ficticia y que suponían una losa para la producción ajena, un ejército al que había que alimentar con impuestos y supervivencia.
Al menos, en su tienda, podía conversar, proponer, cambiar alguna cosa del escaparate, seducir a la clientela y diferenciarse de la competencia, pero estaba atado, y lo sabía, porque al asomarse al escaparate observaba la zapatería de la acera de enfrente que ofrecía la misma perspectiva, una persiana de metal a medio cerrar, dentro estaría Bernardina Laslo, haciendo caja, como él.
La historia de Bernardina era bastante parecida a la suya, ella tampoco terminó sus estudios, y decidió quedarse en Viana del Sauguillo para continuar la saga familiar, mientras cubría con sus zapatos los maltratados pies de los vianeros en la Zapatería Hija de Laslo.
Atrapada también, en un continuo espacio tiempo que alimentaba un ejército de parásitos, que cuidaban de familiares que siempre estaban malitos, para escaquearse una hora y media de sus improductivos trabajos, que consistían básicamente, en configurar una retahíla de imposiciones pecuniarias a las que llamaban impuestos, la escusa perfecta del cuidado de todos, incluidos las formas más variadas de de no hacer mucho en sus jornadas laborales, para cuidar de su eterna y enferma prole, y de paso, comprar zapatos, o alguna conserva en el desavío.
A las ocho treinta las persianas metálicas de las tiendas cerraban al unísono llenando la calle de un curioso “crasssh” seguido del sonido de las llaves al cerrar.
Melquíades miró a Bernardina e hizo lo que hacía todos los días, un ligero movimiento de cabeza hacia arriba entre un hola y adiós y un ¿cómo te ha ido?, que fue respondido con el mismo movimiento de cabeza con la misma intención acompañada de una sonrisa cerrada en dos hoyuelos.
Los dos recorrerían la calle hacia la Plaza Mayor, dispuestos a ver las luces de Navidad y cómo no, algún paso de los de Semana Santa, con cristos ensangrentados y vírgenes dolorosas, que se estaban apropiando del frío.
El desconocimiento de prebostes y cabildos hacía las delicias del craquelado de las imágenes policromadas, los golpes de calor y frío destrozaban las maderas talladas de siglos, mientras los conservadores y restauradores se frotaban las manos y calculaban los costes, nada desdeñables, de dejarlas más o menos decentes para primavera.
Pensaba Melquíades en que el niño Jesús no había nacido pero ya lo estaban matando, nadie quería esperar al día de la matanza, simplemente se lo querían comer ya, pero aquella sociedad desesperada por la inmediatez, duplicada por la mezcla de eventos, suponía un incremento sustancioso en “escaqueos” de oficina y en una mejora de caja de su Desavío Melquíades, al que había rellenado con turrones y mazapanes propios de la época.
Un “extratempóreo” dispendio, muy conveniente para hacer caja y todo suma.
Fernando Viera