Noticias

CUENTO DE HALLOWEEN POR FERNANDO VIERA

La curva de la niña

 

CUENTO DE HALLOWEEN POR FERNANDO VIERA

 

La curva de la niña

Estoy seguro del camino y estoy seguro de las curvas. Las he recorrido tantas veces y a la misma velocidad… Es sencillo: salgo de Aracena y paso el primer ítem de mi camino. Normalmente, aunque sean las cuatro de la madrugada, hay gente en la estación de Cepsa. Es la primera rotonda; después, la segunda y, por último, una curva cerrada que lleva hasta Higuera de la Sierra.

Yo echo gasoil un poco más arriba, en una estación de auto llenado, donde me sale unos céntimos más barato. Hay que llenar el tanque de combustible unos días antes, para no tener problemas. Por precaución lo hago de día. Sí, también por precaución.

No es por miedo a nada concreto; es, simplemente, precaución. No lo puedo explicar. El caso es que no me apetece nada parar en medio de la nada, que cualquiera sabe lo que acecha en la oscuridad.

Y no son animales —que los hay—. Una vez vi uno. Mi coche tiene techo solar, y cuando bajo la sierra me gusta desplegarlo para ver las estrellas, sin perder de vista la carretera, por supuesto.

Mientras pasas el cruce de Valdezufre hay que tener cuidado. Yo suelo llevar la música a todo trapo y voy cantando, cuando voy tarde, para callar la desazón de esa negrura, pero hay conductores que me dicen que prefieren oír la noche, yo eso no me lo explico. Me dicen que van con las ventanillas bajadas y música, no lo entiendo.

La noche no se oye, y si se hace, es con las ventanillas cerradas.

En el cruce pone 80 de límite de velocidad, y yo pondría 40: pasar lo más despacio posible y sin radio, sin hacer ruido, mejor sin molestar a lo que hay ahí fuera, en el mayor silencio que te permita el miedo.

Entiendo que, para alguien con un coche potente, son límites sin interés, pero pasar más rápido es peor. Las sombras que hay más allá de los árboles parecen esperar algo, un despiste, un algo. Yo veo puertas.

Y las quiero ver siempre cerradas. Muchas veces, con lluvia, esos rincones negros que tiene la sierra dejan entrever destellos a los que no hay que hacer caso. Solo carretera, curvas, límites, negrura…

Con niebla es peor, con niebla, mejor quedarse en casa, no salir si no es estrictamente necesario, Y en tal caso, cambiar el turno e ir de día, nunca de noche.

Algunos camioneros portugueses me han contado que ven una luz que los llama. Que hay algo, o alguien, que los llama. De día no, pero de noche… de noche siempre.

Yo, de noche, lo respeto todo, tanto o más que por el día. Por el día se ve la dehesa, los toros, las piaras, los puentes, las casas; aprecias cada imagen y respetas todo para poder verlo.

De día puedes abrir las ventanillas, si no hace calor. De noche, mejor no, aunque te asfixies. La noche tiene sus cosas, y el aire no solo lleva aromas: también se meten en el coche otras cosas. Mejor cerradas, siempre, por precaución.

Las curvas son infinitas y el trayecto se hace interminable. Este camino lo hacen muchos motoristas. Está lleno de flores y de cruces a lo largo del recorrido. A veces se les siente. Cada cruz tiene un nombre y un porqué. Los apellidos son: imprudencia, despiste, mala suerte.

De día los ves, tumbándose como si fuera el circuito de Jerez. Y a veces la curva es más fuerte que el miedo, y se salen… para convertirse en cruces.

El camino se me hace muy largo cuando es de noche, porque los límites de velocidad lo convierten todo en una negrura espesa y cuajada.

Las luces amarillentas del pueblo y el semáforo de velocidad —30 km/h— me dan un descanso de esas cosas que se me pasan por la cabeza. No me gusta.

Llegar a Valdeflores me aporta algo de tranquilidad, pero es solo un momento. Ahora el miedo deja paso al asco. Sí, porque huele mal.

A ella la suelo recoger a la salida de Valdeflores.

La primera vez que la vi, la verdad sea dicha, no me impresionó su físico. Me pareció una mujer de lo más normal.
Entre cuarenta y cuarenta y cinco, mona, la verdad. Morena, bien proporcionada, o con las curvas en su sitio, como la carretera.

No suelo parar autoestopistas, pero, a las cuatro de la mañana, una mujer por ahí, en medio de la nada… háganse cargo de la situación. Yo paré. Ella se montó. Olía a basura, humedad y centro de desintoxicación.

Me asusté después, sí. Para qué negarlo: me acojoné, en sentido estricto. No reparé en el hecho de que ella podría haberse quedado en la estación de servicio que hay a la salida del pueblo —que es de 24 horas— y esperar a que amaneciera para que la ayudaran.

No sé, no caí. Solo vi a una señora por la carretera a las cuatro de la madrugada. Cuando paré y me di cuenta, de lo que estaba haciendo, ya era tarde.

Ella siempre hace lo mismo. El primer día se sentó detrás, como si yo fuera un taxi. Las siguientes veces le dije que se sentara conmigo. Incluso me he habituado a su olor.

El olor es como de cieno, como una alcantarilla, como un husillo que han limpiado poco. O como si, después de un partido de fútbol, los jugadores te pasaran el sobaco por la nariz. Es un olor muy fuerte. Yo la recojo siempre en el mismo sitio; ya es como de la familia.

Ella me cuenta cosas y yo le cuento cosas. Si no fuera por el olor, la chica es mona. Suele apearse en la estación de servicio que hay en el cruce del Castillo de las Guardas. Me dice siempre lo mismo:

—Baja la velocidad, que en esa curva te puedes matar.

La primera vez me dijo:

—Tenga usted cuidado, que en esa curva me maté yo.

Después, como todo el mundo puede suponer, desapareció. Y el susto me lo llevé. Pero ya tenemos confianza. No sé su nombre, pero ella sabe que la llaman la niña de la curva.

—Pues ya tienes una edad —le digo con sorna.

Ella ríe y me dice que soy un poco cabrito.

Me cuenta los sustos que da a los camioneros por la noche, o incluso a la Guardia Civil, que está un poco harta de acudir a su curva porque alguien llama diciendo que hay una mujer en la carretera, que parece perdida. Yo le digo que es famosa, que todo el mundo sabe de ella y que lo cuentan en los programas de misterio.

—Anda, anda, qué exagerado. Bueno, yo me quedo aquí. Ten cuidado, que en esa curva… ya sabes. Hasta mañana, guapo.

Yo bajo la velocidad, como siempre hago, y ella, junto a su olor nauseabundo, desaparece. Y es que, ya no me dan miedo los fantasmas, me dan más miedo los hijos de puta.

Si no fuera por cómo desaparece siempre, le pedía una cita, y le regalaba un perfume.

Fernando Viera

 

 

 

¿ Qué te ha parecido?
+1
1
+1
3
+1
1
+1
0
+1
0
+1
0
+1
0
Muestrame mas

Fernando Viera

Si no fuera yo, sería el que pone agua en el Congreso de los Diputados. Escribo porque si no, reviento, y una vez estuve en un gimnasio. Creo que en invierno hace frío y en verano calor, soy un negacionista.

Artículos relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Botón volver arriba

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies