Opinión

U.T. Unidad de tránsito

Cuento de Navidad

 

UT, unidad de tránsito.

 

 

La estancia era blanca, muy blanca, tan blanca que las esquinas de aquel sitio apenas se divisaban desde donde se encontraba la mujer.

Desorientada, vagaba por el lugar, sin puertas ni ventanas, ni sillas ni muebles; de pie, desnuda. No hacía frío; llevaba un tiempo deambulando como si fuera un animal enjaulado.

Los primeros instantes, al abrir los ojos y verse así, comenzó a gritar, pero su voz era como si se permeabilizara entre las paredes; nadie parecía escucharla.

Al principio, sus manos no alcanzaban a taparla por entero: sus pechos y su sexo, y el grito desaforado de «socorro».

No parecía haber signos de ningún golpe; en su cuerpo no había ninguna señal de haber llegado ahí por la fuerza. Aquello la calmó, en cierto modo.

Todo parecía brillar —la luz—, pensó. ¿De dónde coño viene esa luz?

Con el paso del tiempo, y bastante más calmada, se dedicó a medir por pasos la estancia.

—Seis, seis, seis, seis.

Palpaba las paredes brillantes en busca de alguna puerta, alguna referencia. El suelo, limpio, también parecía brillar.

—A ver, Maricarmen, piensa: estabas en el «súper», el carro lleno hasta las manillas; ibas a comprar… A ver, espera, sí, galletas, de las bio, que estás un poco gorda, Maricarmen. A ver, piensa.

Maricarmen Brito cerró los ojos y empezó a recordar los últimos instantes antes de despertar en esa situación.
Más calmada, dentro de aquel cubículo, dejó de taparse; llegó hasta la pared y se sentó.

—Se me va a poner frío el coño; al menos parece limpio.

Pero, al deslizar su espalda por la pared, la notó con una temperatura agradable y poco a poco deslizó su espalda hasta acomodarse lentamente en el suelo.

—Pues está calentito —dijo en voz alta.

Así, sin mucho más que hacer, miró hacia la pared de enfrente. No se veía ninguna arista, nada que le indicara una entrada o salida; el brillo intenso mimetizaba cualquier rincón.

—¿Con qué coño limpiarán este suelo? Eh, los de fuera, eh, ya está bien, ¿dónde estoy, joder?, que alguien conteste, que me estoy meando.

Continuó hablando sola y preguntando al silencio por su situación, hasta que, agotada, decidió echarse en el suelo.

—Doña María del Carmen Brito López, buenos días.

Maricarmen abrió los ojos, un poco aturdida, y ante sí estaba un hombre de unos cuarenta años, guapo, con barba bien cuidada, traje gris, corbata y una bata de médico. Sostenía en sus manos un bolígrafo y una carpeta con papeles.

—¿Quién es usted y dónde coño estoy?

—Tranquilícese, no voy a hacerle daño.

—¿Es usted médico?

—Si lo prefiere así, sí, pero no estoy capacitado para mentirle: no está usted en un hospital, aunque pueda parecerlo.

—¿Me puede dar ropa para cubrirme?

—Sí, tenga, tápese.

El «médico» alargó una bata blanca y Maricarmen se la puso. En su mirada había recelo, pero no tenía miedo. Si aquello era un hospital o algo parecido, por alguna extraña razón que no comprendía, no se sentía amenazada.

—Le ruego que se siente.

—¿Dónde?

—Ahí.
En mitad de la estancia había una mesa y dos sillas, todo blanco. Maricarmen se sentó; el tacto de la silla y el de la mesa eran muy similares al tacto de las paredes y el suelo. Empezaba a angustiarse.

Si definitivamente aquello no era un hospital, en su cabeza se agolpaban muchas preguntas.

—¿Estoy detenida?

—No, no se preocupe; no está detenida y en breve volverá a su casa y a lo que estaba haciendo.

—Vale. ¿Quién es usted?, ¿qué es esto?, ¿y qué hago yo aquí?

—Primero quiero que se tranquilice. Como le he comentado, no puedo mentirle, pero tampoco puedo contestar a todas sus preguntas. Entiendo que eso le pueda molestar. Mi intención es evaluar su capacidad y, en función de lo que hablemos, yo le iré contestando. Es una especie de juego en el que pasaremos por fases hasta llegar a un punto.

—Explíquese. Esto es un psiquiátrico; me ha dado un «pallá» y me han metido aquí.

—Bueno, probablemente parezca un psiquiátrico, pero ya le digo que no lo es.

—¿Puedo irme?

—Y se va a ir; antes tenemos que hablar un poco.

—Mire, empiezo a cabrearme y me estoy meando, y se me está poniendo una mala leche de la hostia. Esto es cosa de mi Juan, que me ha encerrado aquí. Menudo hijo de puta, qué cabrón. Me cago en su puta madre, la puta de mi suegra, y en los calostros que le dio al cabrón ese. Si se cree que me voy a quedar tan tranquila, lo lleva claro: en cuanto salga de aquí le pido el divorcio, a la puta calle. Me cago en todos sus muertos, hasta en los más fresquitos que tenga. La madre que lo echó por el coño, que debió de cerrar las piernas y ahogarlo ahí. Qué pedazo de cabrón. Si yo lo sabía, este quería encerrarme: «ea», encerramos a la loca y me quedo yo con todo. Me cago en mi puta madre y el día que lo conocí. Con aquella chupa de cuero, que era el John Travolta de la calle del Soto… La tonta fui yo, ¿sabe?, y la labia que se gastaba el cabrón, hasta que no me llevó a la cama no paró, ¿sabe? Todos quieren lo mismo, y claro, y aquí donde me ve yo tenía mis curvas, ¿sabe?, ya no, ya no hay curvas, pero hay mujer, ¿sabe?, el muy imbécil, que ya ni se le levanta ni nada, menudo gilipollas. Que no, que no se viene la bruja de su madre a casa, que no me sale del coño, joder, que no sabe nada más que malmeter; la loca es ella. Me cago en su puta madre, métanla a ella aquí, debe de ser fácil. ¿Cómo lo han hecho? A ver, les han llamado cuando estaba en el «súper» y hala, la loca de los cojones al psiquiátrico. Pues que se vayan preparando, porque donde las dan las toman, ¿sabe?

El «médico» miraba en silencio; dejó que se desahogara. Sabía por otras experiencias que no debía interactuar cuando el sujeto empezaba a ponerse histérico. No quería alargar mucho el «asunto»; por ello permitió algunos gritos más y algunos exabruptos más hacia la familia política del sujeto.

Una vez que se calmó, prosiguió.

—Bien, ¿cómo prefiere que la llame: Carmen, María del Carmen, Maricarmen?

—Doña Carmen, si no le importa. ¿Y usted es…?

—Mi nombre es UT.

—¿Qué nombre es ese?

—Es el acrónimo de Unidad de Tránsito.

—Eso no es un nombre, y para el puro que le pienso meter al cabrón ese de mi marido necesito datos, necesito nombres y necesito mear.

—Pues ese es mi nombre; lamentablemente no tengo otro.

—Pues mira, UT, también pienso meterte un puro a ti. Unidad de Tránsito de la polla: me importa todo una mierda y quiero salir de aquí y mear. Tengo mis derechos; hay una Constitución que habla de estas cosas, ¿sabe? De hecho, ya me has visto desnuda; me creéis loca, ¿no? Pues mira, las locas se mean encima.

Maricarmen se puso de pie, desplazó la silla hacia atrás, abrió un poco las piernas y meó. Dejó que el líquido bajase por sus muslos, sintiendo el calor del desecho bajar, llenar los pies y formar un charco. Acto seguido, se limpió con la bata.

—¡Coño! —exclamó al terminar.

Se fijó en el suelo: absorbía el líquido hasta quedar de nuevo limpio y seco.

—Si llego a saberlo, meo antes. ¿Con la caca hace lo mismo? Las locas también cagamos, ¿quiere que cague? De momento me voy a cagar en tus muertos, UT. ¿Qué te parece? Me lo voy a gastar todo en un abogado, el más cabrón que conozca, y os voy a meter un puro: a ti, a mi marido y a la hija de la gran puta de mi suegra; que vais a estar pidiendo limosna hasta que me salga del coño. Y que no se crea que me voy a quedar con los niños ni con el perro, no, qué va: yo al «Saint-Tropez» ese, que no sé dónde coño está, pero con lo que os voy a sacar voy a vivir de puta madre, ya os lo digo.

UT no se movía; esperaba con rictus serio y aguantaba los insultos. Era lo normal, aunque aquella mujer estaba bastante lejos de una histeria peligrosa, a juzgar por otras interacciones que había tenido. Maricarmen guardaba las distancias físicas, al menos.
Maricarmen no lloraba y su petición de socorro se había limitado a los primeros momentos; aun así, estaba desesperada.

—Doña Carmen, si ha terminado, me gustaría empezar. ¿Se siente con ganas o quiere que vuelva en otro momento? Solo tiene que decírmelo.

—Seguro que es carísimo —dijo Maricarmen, fijándose en el suelo.

—Es de un material especial. Yo no diría que es caro; es funcional y se adapta a las necesidades. Si usted quiere depositar, puede hacerlo: se limpiará de la misma manera.

—Qué curioso. A ver, usted me pregunta, yo contesto y ¿me largo de este puto sitio?

—Así es.

—Pues cuanto antes salga, mejor, que os vais a acordar de mí, como te lo estoy diciendo.

—Doña Carmen, ¿qué día es hoy?

—Viernes.
—Bien. ¿Qué más?

—Pues no sé. Mañana es la lotería; hoy es 21 de diciembre, aunque seguro que me lo he perdido. Verás: como haya tocado… Encima el décimo lo tengo en la mesilla de noche; se quedarán el dinero los muy cabrones. Ya verás cuando salga de aquí: se lo van a gastar en médicos de la hostia que le voy a meter al cabrón ese.

—¿Año?

—2012. ¿Qué, ya he ganado el concurso?

—Todavía no puede irse.

—Me lo imaginaba.

—Dígame qué estaba haciendo hasta donde recuerda.

—A ver, UT, o como coño te llames, primero de todo: ¿dónde estoy?

—Está en el CCT2, Centro de Conciencia en Tránsito 2.

—En tránsito ni tránsito… ¿Tengo algo de estómago o algo? Ya está, que tengo algo malo. Si lo sabía, si estoy de los nervios; una úlcera, verás. ¿No será un cáncer? Por favor, doctor, dígame que no es un cáncer. Ay, Dios mío, qué será de mis hijos… Ay, Dios mío, qué pena más grande. No se preocupe, que yo soy así, muy «farota», muy así de mi barrio, que hablo mucho pero luego «na de na». Por favor, doctor, ¿qué tengo?

—No, no tiene nada de estómago. Está usted sana, dentro de las circunstancias, quiero decir; que es usted normal. Es un centro de conciencia para pasar a otro lado.

La mujer guardó silencio. De repente, se puso a llorar desconsoladamente.

UT la miraba, serio; era otra de las fases: la negación y la aceptación de la muerte.

Por más que lo habían estudiado, cada ser humano era distinto, pero pasaba por esas fases. El manual decía que debía dejar que el sujeto se expresara, que esa era la manera en la que podían recabar más datos y entender; pero todos eran tan diferentes, tan especiales.
Los había que aceptaban todo y se dejaban hacer como corderos, y otros que luchaban con todas sus fuerzas pidiendo una segunda oportunidad en sus vidas.
Los había que entendían desde el principio y los había que necesitaban un tiempo para asimilar la situación.
UT tan solo era un observador; recogía toda la interacción y trataba de explicar al sujeto lo que iba a pasar y lo que había pasado hasta llegar a esa situación.

—Doña Carmen, estoy aquí para ayudar y para contestar a sus preguntas.

—Mire, doctor, mi Juan no sabe hacer la «o» con un canuto; no está preparado para estar sin mí, no está preparado, ¿comprende? Esta mañana le he dicho que era un gilipollas y un cabrón, como se lo estoy diciendo, doctor. ¿Me deja que le llame doctor?

—Por supuesto. Tenga unos pañuelos y tranquilícese.

—Pues qué quiere que le diga, no es la mejor manera de despedirse del padre de tus hijos.

Sobre la mesa blanca había un paquete de pañuelos blancos. Se diría que de papel, pero su tacto era muy suave; recordaba al tacto de las paredes de la estancia. Maricarmen cogió dos y se los llevó para sonarse la nariz; los mocos desaparecieron en el mismo momento de sonarse.

La mujer lloraba desconsolada.

—Madre mía, y en Navidad… Madre mía, madre mía. Y he dejado un puchero a fuego lento; ya verás, ya verás. Y mis niños… Ay, qué pena más grande, Dios mío, cómo lo puedes permitir… Ay, Dios mío.

Con los ojos rojos miró a UT y le preguntó:

—Al menos iré al cielo, ¿no? Ay, Dios mío, encima voy al infierno… ¿Cómo explico yo todo esto después? Por mala, por mala, si es que yo lo sabía. Sí, doctor, bueno, doctor, usted será un ángel por lo menos, ¿no?

—Tranquilícese, doña Carmen; solo soy UT, una unidad de tránsito.

—Y qué paciencia hay que tener… Antes le he hablado muy mal; no me lo tenga en cuenta, las circunstancias, ¿sabe? ¿Me deja que le haga una pregunta?

—Claro, estoy aquí para eso.

—El marido de mi prima estará en el infierno, ¿no? Si hay una justicia… Ese era un auténtico hijo de la gran puta. ¿Se drogaba, sabe usted? La tenía a la pobre mía… Ese, ¿estará en el infierno, no?

—Doña Carmen, no le puedo dar información de otros sujetos; hay una ley de protección de datos, incluso aquí.

—Lo entiendo, doctor, ángel; la confidencialidad y todo eso.

Maricarmen dejó de llorar, se recompuso la vestimenta y se dispuso a escuchar algún tipo de veredicto, asumiendo su nueva situación.

—Bueno, pues hágase la voluntad del Señor. Ay, madre mía, qué pena más grande. Yo no iba a misa, ¿sabe?, que soy alérgica al humo de las velas, ¿sabe?

—Aquí, en su expediente, no pone nada de alergias.

—Ay, madre mía, al infierno, al infierno de cabeza… Si es que yo lo sabía, señor doctor, ángel. No, no puedo mentir: es que siempre he sido muy de izquierdas. Madre mía, madre mía, madre del Amor Hermoso… Al infierno de cabeza, por «izquierdosa», y encima al infierno con el marido de mi prima.

—Doña Carmen, eso aquí no tiene importancia.

—No me mienta, señor doctor ángel.

—No soy un ángel, tampoco un demonio; soy una unidad de tránsito y, si usted me lo permite, me gustaría proseguir con usted.

—Vale, vale, hágase tu voluntad, así en el cielo como en la tierra. Ay, madre mía, todavía me sé el padrenuestro; ¿eso cuenta?

—Me temo que no, doña Carmen; eso no nos sirve aquí.

Un momento de silencio. Maricarmen se empezó a sentir más aliviada, aunque tenía muy claro que algo había pasado y que lo que había pasado era muy gordo.

—Pero me ha dicho al principio que volvería a mi casa.

—Así es.

—Pero la comida se habrá «echao» a perder, y como es mi Juan, que no come nada «pasao»… Entonces, ¿no voy al infierno?

—La respuesta a eso es no.

—Qué alivio, señor doctor ángel, UT. ¿Puedo llamarle UT?

—Por supuesto, doña Carmen.

—Si no le importa, señor UT, llámeme Maricarmen.

—Como se sienta más cómoda.

—Bien, señor UT, pues aquí estoy a lo que usted me diga y disponga.

—¿Cuál es la fecha de hoy?

—Pues como le dije antes, 21 de diciembre de 2012. Qué tontería, porque mi marido me ha dicho que era el fin del mundo… ¿Qué tontería, verdad?

—No es ninguna tontería.

—¡Vamos, anda ya!

—¿Qué sabe del calendario maya?

—Pues eso que decían en la radio: que hoy era el fin del mundo, que lo decían los mayas y bueno está. ¿Nos hemos muerto todos?

—Sí y no.

—Ay, que ya me están temblando las piernas… Ay, ay, Dios mío, Virgencita de mi corazón, mis niños… Ay, Dios mío, y mi Juan, un santo mi Juan, que no sé cómo me aguanta. Y mi suegra, la pobre, es mayor y tiene sus cosas, ¿sabe usted?

Maricarmen empezó a santiguarse, cruzó los dedos y siguió moviéndose, con un pequeño vaivén en la silla, moviendo sus labios, declamando alguna letanía olvidada de la juventud.

UT tomaba notas mientras observaba al sujeto, dejándolo hacer. Había aprendido a dejar hacer, a esperar ese momento de tranquilidad en el que la mente —o la conciencia— del sujeto lo dejara explicar todo seguido, antes del final.

—Prosigo, Maricarmen. El fin del mundo tuvo lugar en la fecha indicada: una llamarada solar acabó con la vida en la Tierra. No dio tiempo de avisar a la población; de todas formas, no hubiera servido de nada.

—¿Entonces no quedó nadie?

—La raza humana se extinguió completamente, al igual que animales y plantas.

—Entonces es verdad que estoy muerta, ¿o qué?

—Prosigo, Maricarmen: no está muerta, al menos en un sentido estricto. Mi civilización recopiló datos de las conciencias de los animales superiores y las metió en una realidad simulada para preservar recuerdos.

—Ay, señor UT, que esa película ya la he visto, con un actor ese… ¿cómo se llama? Sí, ese tan guapo: Kinu o Linus Rives.

—Se refiere a la película «Matrix».

—Esa.

—Es bastante aproximado, solo que su cuerpo ya no existe. Pudimos rescatar gran cantidad de datos en el último momento y, fruto de ese trabajo, es usted. Esto ocurrió hace 5.623 años terrestres.

—Pero estamos en 2012, ¿o no?

—Para usted, sí; de nuevo estamos en 2012.

—¿Cómo es eso de «de nuevo»?, ¿qué quiere decir?

—Usted está en una realidad simulada que empieza el 21 de diciembre de 2012. Ha seguido su vida hasta que ha fallecido; su conciencia sigue funcionando. Yo la voy a meter de nuevo en el día y la hora en los que la rescatamos: podrá seguir, incluso variar su futuro. Después volverá aquí y nos veremos de nuevo para dejarla el 21 de diciembre de 2012, en el último recuerdo que tenga.

—Uy, qué lío, señor UT.

—Piense que cada vez que pasa por aquí, empieza de nuevo.

—Pero vamos a ver: si no tengo cuerpo, ni manos ni nada, ¿por qué tengo mocos, o estoy llorando, o me he meado? Que de verdad que lo siento, señor UT, que yo no quería mearme encima, de verdad.

—Su conciencia le mantiene con unos límites, para que todo discurra con normalidad. Esta habitación está diseñada dentro de su realidad para poder hacer el tránsito de la mejor manera posible. En realidad, todo está en su mente. Los seres humanos son los que ponen límites sinápticos, pero ciertamente no hay límites. Nunca los hubo, pero ni usted ni nadie llegó a entenderlo.

—Supongamos que me lo creo, señor UT. Yo digo que no estoy gorda, ¿y no lo estoy?

—Usted piensa que está gorda y está gorda; usted piensa que es capitán de la marina y es capitán de la marina. Dentro de su realidad, es usted quien pone límites y es usted quien crea esa realidad.

—O sea que usted me devuelve al súper y, cuando salga a la calle, me pilla un camión y ¿vuelvo aquí?, gorda, claro.

—Afirmativo.

—¿Y siempre volveré aquí?

—Afirmativo.

—¿Pero me acordaré de que he estado aquí?

—Algunos sujetos han experimentado algún tipo de recuerdo residual; lo han rodeado de misticismo, pero no han entendido el sentido de todo esto. Eso se debe a la realidad simulada. Hemos hecho que haya límites físicos adaptados a la realidad, pero esos límites pueden romperse para transformar la realidad en la que se vive.

Maricarmen se levantó de la silla y deambuló por la habitación, en silencio. Se deshizo de la bata, luciendo su desnudez; empezó a encontrarse hermosa.

—Entiendo que, físicamente, he muerto.

—Afirmativo.

—¿Y por qué han rescatado la mente de 8.000 millones de personas?

—No pudimos.

—Explíquese.

—No se calculó correctamente el alcance de la llamarada solar; rescatamos a unos pocos miles.

Las paredes de la estancia empezaron a obscurecerse y, ante los ojos de Maricarmen, aparecieron estructuras gigantescas que permanecían suspendidas en el espacio. Reconoció la Tierra, pero quedaba muy lejos de ser aquel planeta azul que recordaba de los libros de texto: una Tierra seca, un planeta muerto, apareció ante sus ojos.

—En realidad no rescataron a nadie, ¿cierto?

—Afirmativo.

—¿Qué soy, UT?

—Tan solo un recuerdo; mi deber es hacerle entender y dejarla en el universo creado para usted en el mismo instante en el que la Tierra se transformó.

—¿Y por qué yo? Solo soy una gorda que compraba un paquete de galletas bio de la estantería del súper. Con unos niños imposibles, un marido idiota y una suegra hija de puta. No soy científica; no sirvo más que para recoger mierdas, para hablar con las vecinas de lo que hacen otras vecinas.

—Precisamente por eso: porque usted no es nada de eso; porque es usted la que tiene el poder de transformar su realidad.

—¿Y cómo?

—Con algo que tienen todos los seres humanos: imaginación y curiosidad. Poderes capaces de transformar todo. Simplemente desean y ocurre; todo se transforma para llegar al objetivo y, si no se llega al 100 %, al menos la transformación sufrida cambia la realidad. Para bien o para mal, el problema en los humanos está en aceptar esos cambios.

Maricarmen, suspendida de la nada, se movía como un astronauta, examinando la estructura que tenía ante sí. A pesar de tocarla, sabía que el sentido del tacto solo estaba en su mente, que no era real.

—UT, ¿y si no quisiera volver?

—Lo entenderíamos. Cada vez que vuelves a nosotros, Maricarmen, nos haces la misma pregunta. Puedes ir con los tuyos cuando quieras.

—¿Cuántas veces he vuelto, UT?

—Muchas. Nosotros calibramos tu vuelta al sistema en el último recuerdo, y vuelves a tu vida. Cada vez que vuelves es distinto; hay un cambio, una transformación. Vuelves fuerte, decidida; siempre cambias. Tu vida sigue, mueres y vuelves aquí; te dejamos en ese último recuerdo para volver a empezar.

—Mi vida es una mierda.

—Al contrario: tu vida es una maravilla que llenas de experiencias. Siempre aprendes cosas y nos enseñas que siempre hay una esperanza. Aunque la vida sea aburrida, tú la conviertes en maravillosa y a nosotros nos aportas algo, más allá de lo científico: aportas esperanza.

—Pero no hay humanos; todo es mentira.

—Negativo. Lo que fuisteis volverá: el universo se expande, se contrae y vuelve a empezar, y tú volverás a empezar.

—Es como si fuera una jaula; me observáis, soy vuestra cobaya, tan solo un recuerdo en un programa informático, en una simulación.

—Afirmativo. Pensamos que eras especial y te rescatamos. Pero puedes abandonar o volver a vivir la experiencia de forma diferente, siempre diferente.

—UT, ¿estoy soñando?

—Negativo, pero nada es realidad.

—No me aportas mucho.

—Lamento no ser más concreto, Maricarmen.

Maricarmen flotó hacia UT; se le acercaba despacio, lo miraba de frente a los ojos, ya sin miedo. Sus manos agarraron su cara y lo besó, un beso profundo y húmedo; su lengua creyó tocar otra lengua.

Después se apartó para ver la cara de UT. Sí, eso no se lo esperaba: su cara adquirió cierta armonía.

—Está claro que los de tu raza no sabéis absolutamente nada de besar.

—Me temo que no sabemos nada.
—Volvamos, entonces.

Maricarmen sintió un pequeño mareo mientras su mano alcanzaba el paquete de galletas y allí cayó.
Los empleados se apresuraron a echarle una mano; la mujer yacía en el suelo, algo aturdida.
Tras unos instantes, entre las voces y el tacto de las innumerables manos que la levantaban del suelo, escuchó una voz particularmente agradable que solicitaba a los presentes que se apartaran y que la dejaran respirar.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí, sí, ya está, ya está; coño, qué caída más tonta.
La cara no le era desconocida; la había visto alguna vez, no sabía dónde.

—Anda, Maricarmen, salvada por el «buenorro» del súper —dijo ella misma en voz alta.

Maricarmen se puso en pie y recompuso su maltrecha estampa ante la mirada idiota de las vecinas.

—No he desayunado bien; mierda de dieta de la alcachofa, con lo asquerosa que está una alcachofa… Que le den por culo a las alcachofas.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, gracias. ¿Tú eres nuevo aquí?

—Sí, hoy es mi primer día; estoy para ayudar.

—Vale, pues dile a tu jefe que me vas a ayudar a llevar las bolsas a casa. ¿Cómo te llamas?

—UT.

—Jajaja. ¿Qué nombre es ese?, ¿te lo puso tu madre por promesa de algo?

—No la entiendo, doña Carmen.

—San UT, a saber, patrón de las caídas en el súper… Nada, no me hagas caso.

UT cogió las bolsas y acompañó a Maricarmen a su casa, y aquel fue el comienzo de una larga amistad.

SIN FIN

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Fernando Viera

Si no fuera yo, sería el que pone agua en el Congreso de los Diputados. Escribo porque si no, reviento, y una vez estuve en un gimnasio. Creo que en invierno hace frío y en verano calor, soy un negacionista.

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