El cabrón asintomático
Un hombre que cuenta quién es y de dónde viene, sin miedo al qué dirán.

El cabrón asintomático
Un hombre que cuenta quién es y de dónde viene, sin miedo al qué dirán.
De mis opiniones, no sé si ustedes habrán derivado que soy feminista, machista, de derechas o de izquierdas. Hoy en España, si dices A, es que eres B; no hay término medio. Se hace para facilitar las cosas: si yo digo que me gustan los toros, ustedes piensan que soy de derechas.
Conozco a muchas personas de izquierdas a las que les gustan los toros y que últimamente esconden ese gusto, precisamente para que no les pongan una etiqueta; tienen miedo del entorno, porque enseguida alguien les dice que son asesinos de animales o que torean con Abascal, en vez de ser espectadores del último de los espectáculos auténticos.
Ni se te ocurra decir nada malo de los perros, o que no te gustan las mascotas —ya sean bichos palo, gatos, hámsteres, ponis o perros—. Yo odio los perros; no los soporto: los ladridos atemporales, las caquitas, las meaditas. Ahora los puedes llevar a IKEA; si se mean en los sofás o se cagan en los pasillos, están preparados para ello. Mi editor tiene un perro, «popatí» José Luis.
No me gustan las mascotas, y no les otorgo el beneficio de la humanidad, porque querer más a un caballo que a un reino viene de lejos y sigue teniendo los mismos problemas.
Y yo les digo, querido público: si tiene perro, no pasa nada, pero delante de mí no le digan «mi hijo», porque me toca los cojones. Si lo hacen, no pasa nada; yo les voy a respetar, aunque haya niños en el mundo faltos de cariño.
Ya sé, ya lo sé, que ustedes a mí no me van a respetar, eso lo sé. Dirán: —«Qué cabrón, y no lo parece».
¡Nos ha jodido, porque soy asintomático!
A lo que voy: yo no soy feminista. Lo siento —que coño, no lo siento—. Yo soy un hombre; no soy supremacista masculino ni, por supuesto, supremacista femenino. Yo no soy feminista. Admiro la tenacidad de Clara Campoamor; eso sí que era un ser humano con valores. Si Clara viviera hoy, yo sería de su partido y su más acérrimo seguidor, pero nunca jamás sería feminista; me partiría los cuernos por hacer llegar a buen puerto cada una de sus reivindicaciones, pero jamás sería feminista.
Siempre ha habido tipos de feminismo; el activista es el más necesario, porque si bien existe una igualdad formal, de facto, falta muchísimo para una igualdad material —y no me refiero al dinero—. Me refiero a las instituciones; me refiero a los derechos; me refiero a esa sutil manía tan española de poner una mujer florero en los puestos importantes, porque hace bonito y nos hace más europeos. Yo, que no soy feminista, estoy en contra de eso y de esas mujeres que aceptan jugar en ese juego tan excluyente.
También hay un activismo casero que debemos inculcar a nuestros hijos: un activismo en igualdad, en todo, más allá de las gónadas que tengamos en la entrepierna y, como no, en los gustos de cada uno.
El feminismo de hoy, que se revuelve ante una nota crítica, es excluyente. Me cruzo con muchos hombres que pretenden también abanderarlo y señalar a otros hombres que no somos feministas. Pues sepan ustedes que solo quieren dos cosas: ligar o hacerse notar en un mundo que no es el suyo.
Les miento, señoras feministas: muchos de los hombres que se dicen feministas y que van a su lado sacando pecho y gritando más, lo que quieren es ligar, arrimar la cebolleta, hacerse los interesantes y pillar cacho. De paso, si se dedican a la política, hacerse más fotos que ustedes. Esa es la verdad; ya lo saben.
En mi trabajo, por ejemplo, el 8 de marzo se hace huelga, y los hombres la hacen. A mí me sorprende, porque lo que habría que hacer es que trabajasen los hombres para que se notara la ausencia de las mujeres en el mismo trabajo. Y créanme: en lo que yo hago, si falta alguien —sea hombre o mujer—, se nota, joder que si se nota. Pues si te falta la mitad de la plantilla, y es el sector femenino, se nota que no veas; pero si con el pretexto de la «solidaridad» no viene una parte del sector masculino porque dicen que son de izquierdas, pues una cosa es una reivindicación y otra que me acuerde de todos sus ancestros desde que entro a trabajar hasta que salgo.
Yo, que no soy feminista, sé lo que es llevar una casa: hacer de comer, planchar, cocinar. Y no porque yo crea que son trabajos propios de lo femenino —no—; lo hago por necesidad. No lo hago por igualdad; lo hago porque tengo que hacerlo. No me hace menos hombre, y no me hace, desde luego, feminista; me hace persona con necesidades básicas que tiene que sacar adelante su casa.
He echado de menos una acción contundente y feminista sobre los audios vergonzosos de estos días. Lo he dicho, y lo vuelvo a decir:
—¿Dónde están las feministas?
Porque yo lo digo: no hay metro, no hay atención médica, no hay vivienda pública y asequible, no hay limpieza, no hay seguridad y no hay respeto. Y todo el dinero que debería ir al bienestar de los ciudadanos y ciudadanas se lo han gastado unos señores a los que no les importa sacarse fotos detrás de la pancarta del 8 de marzo; se lo han gastado en putas.
Y esas mujeres venden sus cuerpos por dos razones: una, porque el cuerpo es suyo; y otra, por necesidad. No son conscientes de cómo hablan por detrás sus clientes favoritos de ellas, y ellas, a la vez, asumen su rol de mercancía.
Y pregunto:
—¿Son mujeres, verdad?
—¿Acaso no venimos todos del mismo sitio?
Pues por esta razón, yo no soy feminista. Podrán llamarme lo que quieran; yo solo soy un hombre que respeta a los demás —a los políticos, no— y al feminismo que dejó de ser lo que era para pasarse a señalar al que dice algo que incomoda, tampoco.
Diciendo lo que pienso y firmándolo siempre, vuestro cabrón asintomático.
Fernando Viera